El sueño no llegó. Era un animal tímido que rehuía del olor a cemento y a aire acondicionado. Selene yacía inmóvil en la inmensidad de la cama de Florencio, la seda de las sábanas una caricia fría y extraña contra su piel. Cada fibra de su ser estaba en alerta. Podía sentir el pulso de la ciudad a través del ventanal, un latido arrítmico y febril que contrastaba con el silencio orgánico del bosque al que estaba acostumbrada. Era un ruido blanco que no calmaba, sino que irritaba, como miles de susurros anónimos conspirando en la oscuridad.
Cerró los ojos y se concentró. Intentó encontrar el olor de la tierra, la humedad, la vida. Pero todo lo que podía oler era a él. Su aroma estaba impregnado en las almohadas, en el tejido de la remera que llevaba puesta. Era un olor complejo: a jabón caro, a cuero de su maletín, a la tela de sus tra