075.

Mar esperó a que Selene se encerrara. No la escuchó llorar. Ni gritar. Ni gruñir. Y eso le dolió más que cualquier insulto.

Porque el silencio de Selene era la confirmación de su exclusión. La muestra más brutal de que había quedado afuera. No como enemiga. No como amenaza. Sino como nada.

Se sirvió un vaso de agua. Le echó sal. Un poco. Solo para sentir en la lengua lo que Selene temía.

Bebió. Sintió el ardor. La lengua seca. El escozor en la garganta.

Y sonrió.

—¿Así que la sal las debilita? —susurró—. Perfecto. Vamos a nadar juntas, loba. Aunque tengas que arrastrarte por la arena para hacerlo.

Fue al galpón. Revisó el cajón de abajo. Sacó una caja metálica pequeña.

Adentro, una pluma de halcón, una piedra con vetas brillantes, un mechón de pelo plateado y un frasquito con una gota de sangre seca.

Sangre de Selene.

Recolección involuntaria de una vieja herida, de una pelea donde Mar había salido golpeada, pero se había quedado con la marca.

—No necesito ser vos —murmuró—. Solo nece
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