069.

Catalina dormía otra vez.

No por debilidad. Ni por cansancio. Sino porque el cuerpo sabía callar cuando la mente debía guardar silencio. Había aprendido eso en el norte, entre rituales viejos y nombres prohibidos. En cuevas que ya no existen. En altares manchados de fuego.

Mar se quedó observándola por largo rato. No por compasión. Ni por lástima. Sino porque Catalina era una criatura rara: bella como las antiguas postales del clan Maris. Una loba pura.

Su cabello rubio ceniza, ahora enmarañado, parecía aún reflejar algo de luna. Sus pestañas doradas caían pesadas sobre unos párpados morados. Y su piel, blanca como las conchas del océano, estaba cruzada por cicatrices limpias, finas, como líneas de un idioma olvidado. Mar no podía dejar de mirarla. No por deseo… sino por rabia.

Esa loba era lo que ella había querido ser. Lo que había intentado invocar. Lo que su cuerpo había negado.

Porque ella no era loba. Ella era… otra cosa.

Y eso le dolía más que cualquier mordida.

—Tenés los ojos
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