067.

Elio no se fue. Ni pidió permiso. Tampoco explicó por qué estaba ahí.

Selene no lo echó. Ni le habló. Ni siquiera le sirvió agua.

Ambos se quedaron en esa terraza, como dos animales salvajes que se habían cruzado por accidente en medio de una sequía. No porque se buscaban, sino porque ya no quedaba más territorio.

Elio se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Selene caminó hasta la baranda. Miró el mar. Las luces de los barcos a lo lejos parecían fuegos fatuos sobre el agua. Los recuerdos del clan se le aparecían sin permiso: la voz de su madre, la risa de su hermano, los ojos de su padre. Todos distorsionados por la distancia. Por la sangre. Por el tiempo que no cura nada.

—¿Por qué estás realmente acá? —preguntó al fin. La voz le salió ronca, como si le raspara la garganta.

Elio no respondió al instante. Tardó en hablar.

—Porque te vi rota. Y me sentí… demasiado parecido.

Selene giró la cabeza. Elio seguía sin mirarla.

—No me quieras salvar.

—No vine a salvarte. Vi
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