La Autovía 2 se extendía frente a ellos como una cicatriz de asfalto gris sobre la pampa monótona. El paisaje, antes de pinares y médanos salvajes, se había aplanado, volviéndose una sucesión infinita de campos resecos, vacas indiferentes y carteles publicitarios que prometían una felicidad que se sentía de otro planeta. La camioneta devoraba los kilómetros con un rugido constante, una bestia de metal que los transportaba desde el corazón del territorio de Selene hacia el centro neurálgico del poder de Florencio. Y con cada kilómetro, Selene sentía que se ahogaba un poco más.
No era claustrofobia. Era algo más profundo. Era la sensación de que el aire mismo estaba cambiando, perdiendo su salinidad, su densidad, su vida. El aire de la llanura era delgado, vacío. Y sus pulmones, acostumbrados al peso del mar, parecían no saber cómo procesarlo.
Estaba sentada en el asiento del acompañante, rígida. La ropa nueva era una mentira sobre su piel. Los jeans, de un azul anónimo, la oprimían.