El sol del mediodía se colaba por la ventana no como una promesa, sino como el encendido de las luces de una celda. La decisión de ir a "la Ciudad de la Furia", flotaba en el aire de la cabaña, una sentencia que ninguno de los dos había pedido, pero que ambos habían aceptado como inevitable.
Florencio se movía por la sala con la eficiencia de un hombre que se prepara para la guerra. Guardaba su teléfono satelital, unos informes y un arma corta en un maletín de cuero negro. Cada gesto era preciso, económico, despojado de cualquier emoción. Era el Gobernador, otra vez. El estratega. El hombre que compartimentaba el caos para poder seguir funcionando.
Selene lo observaba desde el sillón. El cuerpo le dolía de una forma nueva, un cansancio profundo que venía de la batalla interna entre su sangre de loba y el veneno de la plata. La chaqueta de Florencio, que había usado como pijama, como armadura y como sudario, era lo único que la separaba del aire frío de la mañana. Y debajo, solo las b