040.
El silencio era distinto. No era el de antes. No era vacío.
Era expectativa. Espeso como humo. Tenso como una cuerda entre dos dientes.
Florencio estaba sentado en la cama de Selene. Ella de pie, frente a él, con el pelo suelto y la mirada fija. Había cerrado la puerta. Sin traba. Pero con una decisión.
La luz era tenue. Una lámpara vieja que parpadeaba. Como si supiera que lo que venía no debía ser visto del todo.
Florencio la miró.
El pecho subía y bajaba, apenas. Los muslos tensos. Las manos abiertas, como si no supiera dónde ponerlas.
Selene dio un paso. Luego otro. Hasta quedar entre sus piernas.
Él no se movió. No la tocó.
Esperó.
Ella apoyó la frente contra la suya. Y habló. Apenas un susurro.
—No te voy a pedir que me entiendas. Tampoco que me perdones.
—¿Por qué tendría que perdonarte?
—Porque no soy como vos.
Florencio la rodeó con los brazos. No con fuerza. Con necesidad.
—Yo tampoco soy como yo.
Selene sonrió. Se sentó sobre él. Las piernas a cada lado. La pelvis contra su