Elena despertó con el cuerpo aún estremecido, envuelto entre las sábanas de satén que olían a Odelia.
Pero no había placer en su pecho.
Solo culpa.
Y una necesidad profunda de verlo, a él.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Dorian la había dejado allí, quebrada, expuesta, y deseando más de lo que podía entender.
Se duchó en silencio, el agua ardiendo sobre su piel como un bautismo, como si pudiera borrar las caricias ajenas y su propia rendición.
Pero nada desapareció.
Porque el deseo no se lava, se arrastra.
Un sobre la esperaba al salir del baño.
Cuero negro, lacrado con un sello que ya conocía demasiado bien.
“Ven. Sola, sin palabras, solo obediencia.”
Dorian.
El corazón le latía como un tambor frenético en la garganta mientras se vestía.
Negro.
Siempre negro cuando él quería control absoluto.
Un vestido lencero, sin sostén, sin bragas.
Solo una gargantilla fina de cuero con una argolla en el centro.
El símbolo de su sumisión.
La habitación a la que fue guiada estaba a