Elena descendió del coche como si el mundo le debiera una reverencia, con cada paso firme de sus botas, con cada centímetro de piel que dejaba al descubierto su vestido de cuero negro, se sentía más en su elemento. David salió tras ella, vestido de negro riguroso, con una camisa abierta en el cuello y el cabello ligeramente despeinado por sus dedos nerviosos. Era la segunda vez que visitaba el Aquelarre, y aunque por fuera parecía un club más, por dentro todo era distinto.
El portón de hierro forjado se abrió lentamente, revelando la oscuridad pulida del club, no había carteles, no había luces de neón, solo una palabra grabada en mármol rojo, Aquelarre, un nombre que no evocaba fiesta, sino ritual.
Un guardia enmascarado los saludó con una leve inclinación, Elena respondió sin palabras, su nombre bastaba para que se abrieran puertas y se bajaran miradas.
David tragó saliva cuando cruzaron el umbral, la música era un murmullo grave, sensual, que vibraba bajo la piel. Luces tenues, rojo