Elena se puso de pie, envuelta solo en su bata de seda, y caminó con elegancia hacia el vestidor, sus pasos eran firmes, controlados, como si el mundo entero le perteneciera. Y lo hacía, al menos ese mundo, la habitación, la cama deshecha, y el hombre que aún la miraba desde allí, con el cuerpo desnudo y el ego ligeramente desarmado.
Anoche le había permitido dominarla, le había dado el poder y lo había dejado hacerla suya como nunca antes.
Pero todo regalo tiene un precio.
Y hoy, Elena volvía a ser lo que siempre fue.
Dominante, dueña, implacable.
Se recogió el cabello en un moño alto y se ató lentamente la bata, con movimientos que sabían lo que provocaban, sabía que él la observaba, y esa atención la alimentaba.
—¿Dormiste bien? —preguntó Elena con tono casual, casi indiferente.
David asintió, pero no respondió, intuía lo que venía. Su cuerpo lo sabía antes que su mente.
—Anoche fuiste tú quien dirigió el juego, te lo permití, ¿Sabes por qué?, porque hasta la reina debe saber cuán