La casa de los padres de David olía a madera encerada, vino añejo y un intento torpe de familiaridad. Era una mansión elegante en la colina, de techos altos, lámparas antiguas y paredes tapizadas de historia. Los invitados llegaban con sonrisas entrenadas, besos al aire y copas en la mano. David los saludaba con educación medida, sin soltarse demasiado. Desde que Elena estaba en su vida, las máscaras le resultaban incómodas.
Avanzó por el salón principal saludando a primos, tías lejanas y conocidos de la familia. Hasta que lo vio. Sentado junto a la biblioteca, copa de vino en mano, con la misma arrogancia pulida que recordaba de años anteriores.
Dorian.
Vestía de negro, como siempre, camisa impecable, reloj de oro viejo, y esa mirada de depredador aburrido que analizaba todo lo que se movía a su alrededor. Nadie lo notaba demasiado, pero él lo veía todo. David sintió que sus pasos se volvían más firmes al acercarse, iba a pasar de largo, pero Dorian habló antes de que pudiera hacerlo