Desde la oscuridad, Isolde observaba.
Invisible entre las sombras, se movía con la sutileza de una pantera, los ojos fijos en él. Dorian. Su creación, su criatura, el fuego de su obsesión.
Desde su rincón oculto, cada roce entre él y esa mujer "Elena" era como una daga en su pecho. Ella, con su sonrisa cálida, su ingenuidad patética, sus caricias torpes, creía que podía tenerlo, que podía amarlo.
Qué estúpida.
Dorian era suyo, había nacido de sus manos, de sus labios, de su oscuridad. Había sido moldeado entre sus piernas, educado bajo sus gritos y sus placeres. Ella lo había hecho hombre.
Y lo había hecho suyo.
Isolde cerró los ojos y volvió atrás, a aquel primer encuentro que aún ardía en su memoria con una claridad venenosa.
Dorian tenía apenas veinte años, un joven curioso, salvajemente hermoso, con la arrogancia inocente de los que aún no han sido domados. Isolde, por su parte, llevaba un año de ventaja y una década de experiencia. A los veintiún años, ya era una doramatrix reco