Elena despertó con la luz dorada del amanecer filtrándose por las cortinas. Sentía el cuerpo tibio y relajado, libre de tensiones, de cadenas invisibles, de miedos viejos. Había algo distinto en su respiración, en la manera en que su pecho subía y bajaba con calma. No era sólo el placer de una noche bien vivida, era la libertad, una libertad visceral, íntima, como si por fin pudiera moverse sin el peso del pasado.
A su lado, Odelia dormía boca abajo, con una pierna extendida y la otra ligeramente doblada. El cabello oscuro se desparramaba sobre la almohada como una mancha de tinta. Elena la observó, sintiendo que algo nuevo despertaba en su interior. No era amor, no era dependencia. Era deseo puro, sin ataduras. Y también, una especie de gratitud.
Recordó con claridad la noche anterior, las manos de Odelia firmes y suaves, los besos que la encendieron poco a poco, los juegos sensuales que cruzaron los límites del pudor hasta llevarla al borde. Había sentido placer, pero también poder.