La herida era apenas un corte; con cuidado sanaría sin rastro. Aun así, Bruce me culpó y me insultó.
Intenté defenderme, pero no me creyó.
Abatida, me refugié varios días en la habitación de mi madre, buscando consuelo.
Al enterarse, Moye apareció hecha una furia.
—Así que esta es tu mamá… Lástima que esté paralítica —soltó con sorna al acercarse a la cama, y tiró del cable del respirador.
—¡No lo toques! —exclamé, corriendo a sujetar el enchufe.
Sin embargo, ella dio un tirón y el aparato se desplomó.
—Me dejaste una cicatriz; ¿de verdad crees que voy a permitirte vivir tranquila? —escupió, con una satisfacción vengativa en la mirada.
Por reflejo levanté el respirador y volví a conectarlo.
Justo entonces Bruce entró y presenció la escena.
Extendí la mano para comprobar la respiración de mi madre, pero era tarde; sin la máquina ella no podía valerse y su corazón se detuvo al instante.
—¡Mamá! —grité, desgarrada, mientras me desplomaba y las lágrimas brotaban sin control.