—Cielito, no eres médica. Aunque vayas, no servirás de nada.
Para colmo, Moye se acercó con aire desdeñoso y me acusó:
—Capaz que inventas todo para escaparte.
Bruce le creyó; bufó y, rodeando a Moye con el brazo, se dio la vuelta para marcharse.
—Si quieres seguir con tu numerito, te encerraré más días.
Entré en pánico y seguí golpeando la puerta.
—¡Bruce, no te miento! ¡Es mi padre y se está muriendo! —grité, y mi voz se quebró en un sollozo.
Él ni siquiera se volteó, mientras se alejaba con frialdad.
Sin opciones, me lancé contra la puerta, estrellando el cuerpo.
¡Bang!
Sin embargo, una vez no bastó, por lo que lo hice de nuevo.
Por fin, el cristal cedió; los bordes filosos me rajaron el brazo y la sangre brotó al instante.
Tambaleante, corrí hacia la noche lluviosa.
El aguacero caía como navajas, la oscuridad era total y la calle estaba desierta.
No hallé taxi, por lo que solo pude correr.
La sangre y la lluvia se mezclaban, goteando desde mis dedos hasta el asfalto helado.
Cuando las piernas me flaquearon y estuve a punto de caer, un haz de luz rasgó la negrura y un sedán frenó frente a mí.
La ventanilla bajó y un rostro severo me evaluó, antes de ordenar:
—Sube rápido.
Abrí la puerta de un tirón y me metí, sin pensarlo dos veces.
El interior estaba en penumbra; en silencio, el hombre me vendó el brazo con movimientos precisos, sin decir ni una palabra.
Incliné la cabeza, agradecí en voz baja y me quedé en silencio.
Me llevó al hospital; pero, al bajar, me detuvo.
—Celina, aléjate cuanto antes de quien no te ama. No vale tu humillación. Dejé mi tarjeta en tu bolso. Si me necesitas, llámame.
Cuando llegué a la puerta de Urgencias, ya era tarde.
—¡El paciente falleció y usted recién aparece! ¡Vaya forma de ser hija! Con razón terminó en ese pozo: nunca hubo quien lo cuidara —me recriminó la enfermera sin piedad.
Abracé el cuerpo frío de mi padre y lloré desconsolada.
Siempre culpé a papá por haber drogado a Bruce; incluso pensé que debía pagar con su vida. Pero, al verlo realmente muerto, solo sentí remordimiento y dolor.
Velé su cuerpo un día y una noche; al aceptar la realidad, llevé el cadáver a la sala crematoria.
Con la urna en la mano fui a ver a mi madre; estaba tan enferma que no podía moverse.
—Mamá, estoy tan cansada…
Apenas dije eso, la voz se me quebró.
Ella no reaccionó; parecía una cáscara vacía, con la mirada apagada. Entonces supe que a mi madre solo le quedaba esperar la muerte.
Volví a la casa, y, en cuanto abrí la puerta, escuché risas. Bruce y sus mujeres estaban en la sala, celebrando entre carcajadas.
Apretando la urna, me planté ante él y, con voz helada, dije:
—Bruce, rompamos el vínculo.
Él arqueó una ceja, rebosante de desdén.
—¿A dónde saliste? ¿Fuiste a ver a algún macho callejero?
—Asumo los errores del pasado —dije, pronunciando cada palabra con calma—. Diez años son suficientes; estoy agotada. Déjame libre. Ya… no te amo.
Se quedó mudo un instante. Sin embargo, antes de responder, Moye se coló, rebuscó en mi bolso y sacó una tarjeta.
—¡Mira nada más! ¿Por qué traes la tarjeta de Wolvent?
Un estremecimiento me recorrió: así se llamaba aquel hombre, Wolvent, Alfa del Clan Luna Oscura, el cual competía con el Clan Oscuros y cuyos Alfas se odiaban a muerte.
Bruce nunca había visto a Wolvent, pero lo consideraba su enemigo natural.
Intenté explicar, pero Bruce me cruzó la cara de una bofetada.
—¿Lo estás engatusando? —rugió, con los ojos inyectados de furia—. ¿Ya no me amas porque te enamoraste de él? ¿Tienes idea de quién es?
Moye aprovechó para empujarme.
Caí al suelo; la urna chocó contra las baldosas y se hizo añicos con un «¡crack!» Las cenizas se esparcieron, y mi corazón quedó tan deshecho como aquel polvo gris.
Me agaché de inmediato, dispuesta a recoger los restos con las manos.
Pero, aún no rozaba las cenizas, cuando Moye se abalanzó hacia adelante, aplastó los fragmentos con el pie y, al caer frente a mí, lanzó un alarido.
—¡Mi cara! —gritó, cubriéndose el rostro. Un hilo de sangre le corrió por la frente: se había golpeado con la esquina de la mesa de centro.
—¡Fue ella! —Me señaló, llorando—. ¡Quiere deformarme la cara!
Me quedé paralizada; ni siquiera la había tocado.
Bruce irrumpió, alzó a Moye en brazos y, fuera de sí, me rugió:
—¡Celina, estás loca! ¡Si queda marcada, te vas a la tumba con tu padre!