Cuando la casa quedó en silencio, Bruce seguía intranquilo, así que salió a beber con unos amigos, decidido a emborracharse.
Unos días después, por boca de Wolvent supe que Bruce había echado a todas las mujeres y obligado a Moye a abortar.
Moye, destrozada, deambulaba como un fantasma.
Me sorprendió; creí que ella sería la excepción, pero ni siquiera a ella le permitió tener a su hijo.
En diez años varias mujeres quedaron embarazadas; Bruce jamás dejó que ninguna diera a luz, ni siquiera yo.
Recuerdo que, a un mes de la boda, quedé embarazada. Se lo conté radiante y él me arrastró sin piedad a interrumpirlo.
Nunca olvidaré cómo ordenó que me ataran y, entre insultos, me escupió que no merecía parir, que aquella vida sería mi expiación.
Al parecer, solo la niña de sus recuerdos habría sido digna.
Estos días Wolvent me acompaña a diario; si nota mi tristeza, me cuenta chistes para animarme.
Nos hemos vuelto tan cercanos que ya no tenemos secretos.
—Ven, prueba —me ofreció—. Preparé este