Bruce entró en mi habitación y se quedó estupefacto ante el desorden.
Tras interrogar a los sirvientes, descubrió que las otras mujeres habían saqueado mi ropa y mis joyas.
Levantó del suelo la foto de nuestra boda, pisoteada y sucia.
Era aquella tomada en la playa: yo reía, acurrucada contra su pecho, rebosante de dicha.
Ahora, en mis ojos solo queda tristeza.
Apretó el retrato; en su mirada bullían emociones encontradas.
—¡Guau, qué lindo este vestido!
—El collar también es precioso.
—¡Y el anillo ni se diga!
Las voces de sus amantes llegaban desde el pasillo; Bruce frunció el ceño hacia ellas.
—Sin Celina nadie nos lava la ropa.
—Ni quien nos dé masajes.
—Eso sí: como sirvienta, impecable, ja, ja.
Al oírlas, su rostro se puso de piedra; la mano en el picaporte tembló y las venas se le marcaron. El remordimiento asomó en sus ojos.
Quizá entonces comprendió que fue él quien me empujó a marcharme.
Antes, con tal de torturarme, les permitía humillarme.
Cuanto más sufría yo, más satisfec