Miguel entró a la casa con pasos largos y acelerados, como si la ira le quemara las suelas de los zapatos. Saludó con un gesto rápido a una de las empleadas que caminaba por la sala, sin siquiera mirarla a los ojos. Sus dedos estaban apretados en puños y su mandíbula se tensaba con cada paso que daba. Subió las escaleras de dos en dos, llegó a su habitación y cerró la puerta con fuerza. El golpe resonó por todo el pasillo, pero no le importó. Necesitaba estar solo, necesitaba pensar.
Se dejó caer en el borde de la cama, con el ceño fruncido, y clavó los ojos en el suelo de madera. El silencio era denso, y aun así, su cabeza estaba llena de voces. Ecos de una conversación que no debería haber escuchado, palabras que aún lo martillaban por dentro.
“Mamá, todo está a mi nombre. Ese viejo panzón firmó sin leer”.
Se pasó las manos por el rostro, intentando calmarse, pero el temblor en sus dedos lo delataba. ¿Qué había firmado su padre? ¿Por qué Allison hablaba de “todo a su nombre”? ¿De q