El silencio de la casa comenzaba a pesarle más que nunca. Desde la muerte de su madre, Miguel se había vuelto una sombra de sí mismo. Caminaba por los pasillos como si buscara algo, como si esperara que en cualquier rincón ella apareciera, regañándolo con esa mirada dura, pero protectora que siempre supo clavarle como cuchillo cuando era necesario. Y ahora, con su ausencia tan rotunda, era como si todas esas advertencias que antes había ignorado se volvieran gritos sordos en su cabeza, exigiéndole atención.
Allison. Ese nombre ya no le provocaba la misma calidez de antes. En lugar de ello, una punzada incómoda se instalaba en su pecho cada vez que la veía sonreír. Era extraño. No tenía pruebas. No tenía motivos aparentes para desconfiar de ella, y sin embargo, no podía evitarlo. Tal vez era la frialdad con la que hablaba últimamente. O tal vez… simplemente había comenzado a abrir los ojos.
Recordó aquella conversación con su madre, semanas antes de que falleciera. “Miguel, hay algo qu