El silencio de la noche caía como una manta pesada sobre la casa Sinisterra. Las luces estaban apagadas, las puertas cerradas y cada rincón parecía dormido… menos uno.
En el ala más alejada del segundo piso, en la habitación de la señora Sinisterra, la tenue luz de una lámpara de escritorio proyectaba sombras suaves sobre las paredes. Ella estaba sentada frente a su tocador, con el espejo cubierto por un pañuelo de seda y el corazón latiendo como un tambor contenido.
Esperó largos minutos. Escuchó. Confirmó que nadie caminaba cerca, que Allison no merodeaba. Entonces, se levantó con cuidado, se arrodilló frente al gran armario de cedro y, tras correr con sigilo un panel falso en la base, extrajo una pequeña caja de terciopelo oscuro.
Dentro de ella, envuelto en tela, se hallaba un cuaderno de tapas gastadas y bordes suaves por el uso. Su diario. Su único confidente. Aquel que había sido testigo mudo de tantos secretos, de tantas noches tristes, de tantas verdades que no podían ser dic