Miguel irrumpió en la oficina como una ráfaga de viento cargada de tensión. No tocó. No saludó. Cerró la puerta de un portazo que retumbó en las paredes de cristal.
Alanna, sentada tras su escritorio, no levantó la vista de los documentos que revisaba. Solo deslizó su dedo una línea más abajo y continuó leyendo. Su porte era elegante. Frío. Distante.
—Así que… lo lograste —escupió Miguel, sin ocultar el veneno en su voz—. ¿Estás satisfecha ahora?
Ella se tomó su tiempo. Cerró la carpeta, con precisión, sin perder la compostura. Luego lo miró. Sus ojos eran tan impenetrables como el mármol.
—Buenos días, Miguel —dijo sin emoción—. ¿Acostumbras irrumpir en oficinas ajenas sin anunciarte?
Miguel frunció el ceño. Caminó hasta quedar frente a su escritorio, con el pecho inflado de rabia.
—No juegues conmigo. Sabes perfectamente por qué estoy aquí.
—Lo imagino. El ego herido de tu hermanita, supongo.
—¡No te atrevas a burlarte de Allison! —rugió, golpeando con la palma la superficie del esc