La mañana amaneció gris. El cielo nublado parecía reflejar el ánimo general que envolvía la sede principal del imperio Sinisterra. Dentro del edificio, el ambiente era aún más denso: susurros entre pasillos, miradas esquivas y un silencio espeso que acompañaba cada paso de Allison Sinisterra por el corredor central.
Vestía de negro. Como si estuviera de luto por su orgullo.
Miguel la había llamado a la sala de reuniones. Ella sabía exactamente por qué. Ya no había lugar para la negación, ni excusas, ni dramatismos que pudieran posponer lo inevitable. Era el momento de enfrentar la realidad. Una que le ardía como sal sobre la piel.
Al entrar, se encontró con su padre, sentado a la cabecera de la mesa, con el ceño fruncido y las manos cruzadas sobre el escritorio. Miguel estaba de pie, apoyado junto a la ventana, mirando hacia la ciudad. Ambos voltearon hacia ella al mismo tiempo.
—Siéntate, Allison —ordenó Alberto Sinisterra, seco, cortante.
Ella obedeció con el mentón alto y la column