El reloj marcaba las cinco de la tarde cuando Alanna descendió del automóvil frente a la elegante casa de Enrique Raushe. Las luces del porche estaban encendidas, como si él hubiera presentido que ella llegaría. Su corazón latía con fuerza, no por lo que iba a decir, sino por lo que aquello implicaba: aceptar que estaba sola en esta batalla y que solo podía confiar en muy pocos.
Enrique apareció en la entrada con una copa de vino en la mano, impecablemente vestido, como siempre. Su expresión cambió de sorpresa a preocupación apenas la vio.
—Alanna… ¿todo bien?
—No. Por eso estoy aquí —respondió con sinceridad—. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto —dijo de inmediato, abriendo más la puerta y haciéndose a un lado—. Esta casa siempre será tu refugio.
Una vez dentro, el calor del lugar contrastó con el frío que traía en el alma. El aroma a madera y vino tinto la envolvió, pero no logró apaciguar el temblor de sus manos. Se sentó en el sofá y aceptó la copa que Enrique le ofreció, aunque ni siquie