Habían pasado dos días desde aquel descubrimiento demoledor en casa de Enrique. Alanna no había dicho nada públicamente. No a la empresa. No a Leonardo. Solo observaba. Y mientras más callaba, más hablaban los demás.
En los pasillos de la empresa Salvatore, el aire era pesado. Los murmullos eran tan constantes como la respiración. Nadie decía nada en voz alta frente a Alanna, pero bastaba con que diera un paso fuera de su oficina para sentirlo: las miradas. Las sonrisas maliciosas. Los susurros ahogados apenas ella cruzaba la sala de reuniones o pedía un café en la sala común.
—¿Viste las fotos? —susurraban algunos.
—Dicen que fue con un ejecutivo extranjero… otros que es un exnovio casado… —se oía en un rincón del departamento de marketing.
—¡Y justo cuando estaban por comprometerse! ¿Cómo pudo hacerle eso a Leonardo? —repetían en recursos humanos, siempre con ese tono hipócrita disfrazado de indignación.
La supuesta “traición” de Alanna era el plato fuerte en la empresa. Todos tenía