El reloj antiguo del vestíbulo marcaba el paso de los minutos con un eco suave, como si el tiempo mismo quisiera hacerse presente en la escena. El ambiente en la sala era denso, no solo por las emociones recientes, sino por los silencios acumulados a lo largo de los años.
La señora Sinisterra permanecía de pie, con los hombros apenas encorvados y las manos entrelazadas con fuerza frente a su cuerpo. Sus ojos, que habían contenido las lágrimas durante años, brillaban ahora con una mezcla de temor y vulnerabilidad. No sabía si había dicho lo correcto, ni siquiera si tenía derecho a estar allí.
—Creo que lo mejor será que me retire… —murmuró, con la voz apagada, apenas un suspiro—. No quiero incomodarte, Alanna. Volveré otro día, si me lo permites.
Era una despedida envuelta en inseguridad. La señora Sinisterra no quería parecer dramática, pero su voz temblorosa y sus ojos cristalinos la traicionaban.
Alanna seguía sentada en el borde del sofá, con las manos sobre las rodillas. Su mirada