La señora Sinisterra bajó la mirada con el corazón apretado, como si el remordimiento le pesara más que nunca. Sus dedos temblaban levemente mientras los entrelazaba sobre su regazo. La habitación estaba en silencio, y la distancia emocional entre madre e hija parecía una grieta difícil de cerrar.
—Alanna… —dijo con la voz apagada— no solo te enviábamos cosas materiales. También te escribía. Te escribía todos los días. Cada mañana me sentaba en mi escritorio y llenaba páginas enteras contándote cuánto te extrañaba… cuánto me dolía tenerte lejos.
Alanna abrió ligeramente los ojos, sin poder disimular la sorpresa. Su expresión se endureció de inmediato, como si no supiera si creer o no.
—¿Cartas?
La señora Sinisterra asintió lentamente.
—Sí. Te hablaba de la casa, de las flores que me ayudaste a plantar y que seguían creciendo, de cómo estaban tus cosas en tu habitación… Te decía que te esperábamos con amor, que cada día sin ti era un castigo. Pero nunca recibí respuesta, y tu padre… —t