El sol del mediodía se filtraba entre las cortinas de encaje del comedor principal, tiñendo el mantel blanco con formas caprichosas. Todo parecía en orden. Demasiado en orden. Los platos de porcelana relucían con elegancia silenciosa, los cubiertos estaban perfectamente alineados, y la criada de turno, Mariana, terminaba de colocar la jarra de limonada fresca sobre la mesa con movimientos medidos, casi rituales. Pero nada de eso podía disipar el aire tenso que flotaba desde hacía días sobre la mansión Sinisterra.
La señora Sinisterra, erguida en su asiento habitual en la cabecera, fingía una calma que no sentía. Llevaba un traje de lino gris perla, sencillo pero elegante, con el cabello recogido en un moño bajo. Sus dedos acariciaban distraídamente la servilleta de tela sobre su regazo, y sus ojos —tan hábiles para leer entre líneas y detectar el más mínimo gesto falso en los negocios— estaban ausentes, fijos en algún punto del vacío.
La imagen de Allison, hablándole por teléfono con