Ella lo miró con los ojos más tristes que había visto en su vida. Asintió.
—Sí… vamos… quiero llegar antes de que amanezca.
Leonardo le tendió la mano, y Alanna la tomó. Juntos salieron de la mansión, con el peso del duelo cargando en silencio. Afuera, la ciudad dormía, ignorante del dolor que se deslizaba en ese auto. El motor rugió con suavidad, y Leonardo tomó la autopista sin decir palabra, dejando que el silencio hablara por ellos mientras la noche empezaba a deshacerse en sombras.
Y aunque el destino era la casa de los Sinisterra, para Alanna, cada kilómetro era un paso más hacia una realidad que aún no quería aceptar.
Las luces de las ambulancias y patrullas teñían la fachada de la casa de un rojo y azul parpadeante. El lugar estaba repleto de policías, paramédicos y vecinos curiosos que murmuraban con incredulidad. Eliana bajó del auto casi corriendo, con el rostro descompuesto y las manos temblorosas. Leonardo intentó alcanzarla, pero ella ya estaba abriéndose paso entre las