La noche cayó sobre la mansión Sinisterra con una calma casi irreal, como si el silencio que reinaba entre los muros fuera una pausa inquietante antes de un estallido inevitable. El comedor principal brillaba con su clásica elegancia: candelabros encendidos, cubiertos de plata perfectamente alineados, y un ambiente frío que ni las lámparas ni el fuego en la chimenea podían calentar del todo.
Alberto ya estaba sentado en la cabecera de la mesa, hojeando distraídamente un periódico económico mientras su copa de vino reposaba a medio tomar. El murmullo del reloj antiguo de péndulo marcaba los segundos como un metrónomo de tensión.
La puerta se abrió lentamente.
Allison entró con paso suave, luciendo impecable en su vestido de seda azul oscuro. Su maquillaje era sutil, su peinado perfecto, pero nada brillaba tanto como su sonrisa. Aquella sonrisa que había practicado frente al espejo hasta lograr el equilibrio exacto entre ternura y credibilidad.
—Buenas noches, papi —saludó con dulzura,