El reloj marcaba las 9:43 de la mañana cuando Allison apareció en la sala principal, vestida con una blusa crema ajustada y pantalones entallados que resaltaban su figura. Su andar era tranquilo, casi elegante, pero su mirada llevaba esa sombra opaca de quien no olvida ni perdona.
Encontró a sus padres sentados en la terraza trasera, disfrutando del café que la señora Sinisterra había preparado. El sol atravesaba las ramas del árbol de níspero que adornaba el patio, y el canto de los pájaros se colaba por los ventanales. Parecía un día normal, pero la tormenta apenas estaba por comenzar.
—¿Otra vez desayunando con esa cara de funeral, papá? —dijo Allison con una media sonrisa—. ¿O es que ya no te da felicidad ver cómo alguien más se cree dueña de lo que tú construiste?
Alberto Sinisterra levantó la vista del periódico. Frunció el ceño.
—¿A qué te refieres ahora, Allison?
Ella se acercó a la mesa, se sirvió un poco de jugo y lo bebió con lentitud antes de dejar el vaso con fuerza sobre