La mañana llegó con una extraña pesadez. La señora Sinisterra se despertó con un dolor punzante en la sien izquierda y una náusea persistente que parecía anidarse en lo más profundo de su estómago. Al principio lo atribuyó al estrés o quizás a la falta de sueño, pero algo en su cuerpo le decía que aquello no era normal.
—¿Se siente bien, mamá? —preguntó Allison con su típica sonrisa fingida, acercándose con una taza de té entre las manos—. Le preparé su infusión favorita, con un poco de miel y jengibre. Le caerá bien.
La señora Sinisterra la observó por unos segundos más de lo habitual. Esa sonrisa… ese tono suave, casi demasiado dulce, como si escondiera algo detrás de cada palabra. Su instinto le gritaba que no bebiera nada.
—Gracias, hija —respondió con voz baja—, pero justo acabo de tomar un medicamento y el doctor me dijo que evite infusiones por hoy.
Allison forzó una risita.
—Oh… bueno, lo dejo aquí por si cambia de opinión.
La señora Sinisterra no contestó. Solo asintió leveme