La noche había caído lentamente sobre la ciudad, cubriéndola con un velo de silencio sereno. En la mansión Salvatore, el ajetreo del día se había apagado como una llama cansada. Solo quedaban algunas luces suaves encendidas, el aroma a té de jazmín y el murmullo lejano del viento acariciando las cortinas.
Alanna se apoyó en el marco del ventanal, con una copa de vino entre los dedos. Su mirada, perdida en la negrura del jardín, no buscaba nada en particular. Solo descanso. Solo respirar. Solo paz.
Leonardo la observaba desde la entrada del salón. Sin anunciarse. Solo viéndola.
Había algo en ella esa noche. Algo más allá de su elegancia natural. Su espalda recta, su cabello suelto cayendo sobre los hombros, el perfil bañado por la luz tenue. Estaba hermosa, pero no de una forma superficial. Era una belleza silenciosa. Sincera. Fuerte.
—¿Estás bien? —preguntó él finalmente, su voz grave y baja, como si temiera perturbar el momento.
Ella giró levemente el rostro y sonrió con suavidad.
—A