El vehículo avanzaba por las calles silenciosas de la ciudad, envuelta en la bruma suave de la madrugada. Las luces del alumbrado público se reflejaban en los ventanales de los edificios, tiñendo de dorado el interior del auto. Afuera, la vida parecía suspendida. Adentro, en cambio, el tiempo pesaba.
Leonardo iba en el asiento trasero, con una mano entrelazada con la de Alanna, como si necesitara sentir algo tangible después de todo lo que había dicho en voz alta. Su espalda reposaba contra el respaldo, pero su mente seguía en ese escenario, frente a todos. Recordaba los flashes de las cámaras, los rostros incrédulos, la tensión. El nombre de su padre. El temblor apenas perceptible en su voz cuando dijo “Villada”.
—¿Estás bien? —preguntó Alanna, rompiendo el silencio con suavidad.
Él giró el rostro hacia ella. La miró unos segundos antes de responder, como si no supiera exactamente qué decir.
—No lo sé —confesó al fin—. Siento que llevamos tanto tiempo planeando este momento… que ahor