La habitación principal estaba en penumbra. Solo una lámpara tenue, en la esquina del vestidor, proyectaba luz dorada sobre una alfombra silenciosa. Afuera, el viento sacudía las copas de los árboles, pero dentro de la casa el aire era denso, espeso… casi irrespirable.
La señora Sinisterra se sentó en el borde de la cama, con las manos apoyadas sobre las rodillas, la espalda recta y los labios apretados. No llevaba gesto de furia ni lágrimas en los ojos, pero algo en su postura, en la rigidez de sus hombros, gritaba por dentro.
Alberto cruzó la habitación en silencio, dejó su reloj sobre la cómoda y soltó el nudo de su corbata con dedos cansados. Evitó mirarla. Como si el hecho de no cruzar su mirada pudiera retrasar lo inevitable.
—¿Vas a decir algo? —preguntó ella, al fin.
La voz no fue un susurro ni un grito. Fue firme. Como quien ya no tiene miedo de que la respuesta duela.
Él soltó el último botón de su camisa sin responder.
—Hoy nos expusieron delante de toda la élite empresaria