La casa estaba en silencio, el tipo de silencio que no pesa, que no oprime, sino que abraza. Como una manta tibia sobre una piel herida. Las luces del pasillo se apagaron una a una mientras Alanna caminaba descalza hasta la habitación, con el cabello suelto, el rostro libre de maquillaje y los hombros desnudos bajo una bata de algodón claro. Leonardo la seguía en silencio, aún con la camisa abierta por el cuello, desabotonada con descuido, como si el peso del traje se hubiese quedado atrás, en el salón, junto a las miradas, las cámaras, las palabras.
Al cerrar la puerta del dormitorio, ambos se quedaron de pie unos segundos sin hablar.
No era incomodidad.
Era reverencia.
Había algo sagrado en ese instante, como si supieran que por primera vez en años, el dolor y el plan podían quedarse afuera, como si no hicieran falta esa noche.
Leonardo se acercó lentamente a Alanna, la abrazó por la espalda y hundió el rostro en su cuello. Ella cerró los ojos, respiró hondo, y por primera vez en mu