El vehículo avanzaba en medio del silencio, flotando como un ataúd negro por la autopista. Dentro, la tensión se acumulaba en los pulmones de los pasajeros como humo espeso. Nadie hablaba. Nadie quería ser el primero en romper el delgado cristal que aún sostenía su dignidad.
Alberto Sinisterra, con el rostro vuelto hacia la ventana, no parpadeaba. Sus ojos estaban clavados en los destellos de los faroles que pasaban uno tras otro, como agujas clavándose en su memoria. Su mandíbula estaba tensa, los nudillos pálidos por la presión con que sujetaba su bastón. No había soltado una palabra desde que salieron del evento. Pero su silencio hablaba por él: era el silencio de un hombre traicionado, expuesto, derrumbado sin previo aviso.
A su lado, su esposa iba tan callada como él. Sus manos entrelazadas sobre el regazo apenas se movían. Pero su respiración, lenta y pesada, la delataba. En sus ojos, aún brillaban retazos del impacto. Su mirada no estaba perdida, sino centrada: con cada kilómet