El sol de la mañana se filtraba con suavidad por los ventanales del comedor. La señora Sinisterra removía su té con parsimonia, mientras fingía interés en la lectura del periódico económico. Por dentro, su mente seguía repasando cada detalle de los documentos que había descubierto días atrás en el despacho de Alberto. Apenas había dormido. Las imágenes, los nombres, las fechas, todo se repetía como una letanía atormentada.
—¿Mamá? —la voz de Alexa interrumpió su espiral mental.
La señora Sinisterra alzó la mirada con la serenidad bien ensayada de siempre. Alexa, impecable en un conjunto blanco perla, se acercó a la mesa con una sonrisa que parecía tener un objetivo más que un propósito.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó, sin esperar respuesta.
—Por supuesto, querida —dijo la señora Sinisterra, dejando cuidadosamente la cucharilla sobre el plato.
Alexa se sirvió una taza de café, con movimientos elegantes, pausados. La señora Sinisterra no la perdía de vista. Desde hacía semanas, su