Se arrodilló rápidamente a su lado, sus manos temblaban mientras le tocaba la cara.
—¡Mierda, Leonardo! ¡Te dije que no te movieras en ese estado! —su voz se quebró al verlo semiinconsciente, murmurando su nombre entre susurros.
—Alanna… no te vayas… —dijo él, apenas consciente.
Ella cerró los ojos, luchando contra el impulso de gritarle, de odiarlo. Pero en vez de eso, lo sostuvo con ambas manos, con lágrimas cayéndole por las mejillas.
—Eres un idiota, ¿sabes? —le murmuró—. Eres un completo idiota.
Él intentó abrir los ojos, pero apenas podía. Tenía el rostro húmedo, su respiración irregular. El golpe en la cabeza era evidente, y su cuerpo seguía oliendo a whisky y caos.
Con un esfuerzo sobrehumano, Alanna lo levantó como pudo, pasando uno de sus brazos por encima de su cuello.
—Vamos, te vas a levantar. Te voy a llevar a casa, pero no porque te lo merezcas, sino porque no voy a dejarte tirado como un perro, Leonardo Salvatore.
—Te necesito… —musitó él, apenas consciente, dejándose