Riven llevaba a Armyn entre sus brazos cuando sus fuerzas comenzaron a flaquear. Cada paso era un golpe seco contra la tierra, cada respiración un esfuerzo ardiente que le raspaba los pulmones. El olor a sangre, metal y miedo se mezclaba en el aire, espeso, casi insoportable. No podían seguir así. Si se detenían, morirían.
Con un gruñido ahogado, Riven frenó de golpe. El mundo parecía girar a su alrededor, pero no dudó. Con una mano sostuvo a Armyn; con la otra, arrancó una espada del cuerpo inerte de un guardia caído. El metal brilló apenas un segundo antes de caer con violencia sobre las esposas que aprisionaban a Armyn. El sonido del hierro rompiéndose fue seco, definitivo.
Libre.
El alivio duró solo un instante.
Ambos se miraron, y no hubo palabras. No hacían falta.
El cambio fue brutal.
La carne se tensó, los huesos crujieron, la magia ancestral despertó con un rugido salvaje. Dos lobos emergieron donde antes había cuerpos heridos: uno oscuro como la noche incendiada, el otro pla