Cuando el hechizo de congelamiento finalmente se quebró, lo hizo como un cristal sometido a demasiada presión. El aire vibró, pesado, y los hibrimorfos petrificados comenzaron a moverse de nuevo, uno a uno, como si despertaran de una pesadilla compartida.
Olev fue el primero en gritar.
Su cuerpo cayó al suelo entre convulsiones, los músculos tensos, la respiración descontrolada. Los guardias se apresuraron a sujetarlo, no por compasión, sino por miedo. Aun derrotado, Olev seguía siendo peligroso. Sus ojos, inyectados en sangre, ardían de rabia y humillación.
—¿Quién…? —escupió entre jadeos—. ¿Quién es tan fuerte para hacer algo así?
Nadie respondió.
Fue arrastrado fuera del claro, sus gritos resonando como una herida abierta. Los curanderos lo esperaban en el interior, preparados para sanar su cuerpo… aunque nadie sabía si su mente podría recomponerse.
La magia que lo había sometido no era común. No era un simple hechizo. Era antigua. Era leyenda.
Afuera, lejos de las miradas, Tena ob