—Vístase, futura Luna.
La voz fue seca, cortante, desprovista de cualquier rastro de respeto. No había reverencia, no había suavidad ni ceremonioso cuidado; solo una orden fría, un mandato disfrazado de ritual.
Armyn bajó la mirada hacia el vestido que sostenían frente a ella. La tela era blanca, tan blanca que parecía casi insolente bajo la luz del salón.
Estaba bordada con símbolos hibrimorfos, intrincados y extraños, que le provocaban un hormigueo desagradable en la piel, una náusea que subía por su garganta. No había belleza ni pureza en él, solo una cruel burla de lo que debía ser sagrado.
Sintió asco. Un asco profundo, visceral, que se enroscó en su estómago y se extendió como un fuego helado por sus entrañas.
Cada fibra de su ser gritaba que arrancara esa prenda, que la lanzara al suelo y le prendiera fuego, que transformara aquel lugar en un infierno de furia y caos.
Quiso liberarse, dejar que su loba emergiera, que desgarrara la piedra, la madera y la carne de quienes se atrev