Riven quería besarla. Lo deseaba con una fuerza que lo consumía desde dentro, pero cuando se acercó, cuando el calor de su aliento rozó los labios de Armyn, ella lo empujó con furia.
—¡No te atrevas! —gritó ella, los ojos encendidos, el pecho agitado—. No te atrevas a tocarme, Riven.
Él la sostuvo del brazo con rudeza, con esa autoridad fría que usaba para ocultar el deseo.
—No te irás de aquí, Armyn —dijo, su voz grave y amenazante—. Serás mi esclava. Pagarás lo que me debes.
Aquella palabra —esclava— le desgarró el alma. Armyn sintió la humillación como una daga en el pecho, pero no lloró. Lo miró con rabia, con la mirada de una loba que no se rompe, aunque la encierren entre cadenas.
Riven la soltó con brusquedad y salió de la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco que resonó como un trueno.
El silencio la envolvió.
La luna entraba por la ventana, iluminando el rostro de su pequeño hijo, que dormía ajeno al dolor de su madre.
Armyn lo abrazó con fuerza, lo apretó contra su