Armyn sintió un escalofrío recorrerle el alma.
El miedo se arrastró por su pecho como una garra invisible, pero se obligó a contenerlo.
No iba a permitir que Phoebe, ni nadie de esa manada, la hiciera temblar otra vez. No está vez.
Había soportado el rechazo, la humillación, el exilio. Había aprendido a sobrevivir sola, con su cachorro entre los brazos y el corazón hecho trizas.
Enderezó la espalda, respiró hondo y comenzó a reír.
No una risa alegre, sino una carcajada rota, desafiante, la de una loba que ha perdido el miedo.
—¿Hijo? —repitió con voz sarcástica—. ¿De verdad crees que mi cachorro es hijo de tu Alfa? Si eso fuera cierto, ¿por qué no puede olerlo como parte de su manada? ¿Por qué su alma no vibra con la suya?
La anciana Phoebe la observó con el ceño fruncido, llena de rabia y desconfianza.
Luego giró la cabeza hacia su hijo.
Riven la miró con el rostro endurecido, el pulso acelerado. Negó lentamente.
—No —murmuró, casi gruñendo—. No es mi cachorro.
Tena, que estaba a su l