Armyn abrazó a su hijo con tanta fuerza que casi pudo sentir cómo los latidos del pequeño trataban de sincronizarse con los suyos. Necesitaba sentirlo, olerlo, asegurarse de que seguía vivo, cálido, a salvo. Solo entonces levantó la vista y vio a aquella mujer alejarse por el pasillo. Su figura se desdibujaba entre las sombras como un mal presagio, como si la oscuridad misma la reclamara. Algo en el instinto de madre-loba de Armyn gritó que nada bueno estaba por venir.
Apenas unos segundos después apareció una empleada con paso apresurado, sujetando con ambas manos una bandeja. Sobre ella, humeante y perfumado, estaba el té de flor destinado a Luna Phoebe. Un té que, según los sanadores, podía prolongar la vida por unas horas más, quizá un día si la Luna era fuerte.
Armyn frunció el ceño, presentía que ese té era un punto de quiebre.
Cuando la empleada subió las escaleras y Tena la vio, fue como si algo dentro de la joven se activara de golpe. Dejó a la niña a un lado y corrió hacia el