Armyn avanzaba con paso firme, aun cuando cada músculo de su cuerpo gritaba cansancio. Se había transformado en loba para proteger mejor a su pequeño, que viajaba sobre su lomo como si fuera parte de ella misma. El niño, de apenas unos años, rodeaba con sus brazos el cuello de la enorme loba Astrea, aferrándose a su pelaje oscuro que brillaba bajo la luz del amanecer.
—Astrea, loba… te amo mucho —susurró el niño, acomodando su mejilla en la nuca de su madre.
La loba dejó escapar un aullido lleno de amor, una melodía profunda que vibró en los campos como un juramento eterno. Ese sonido —mitad alivio, mitad dolor— recorría el aire con la fuerza de una madre que lo daría todo por su hijo. Aceleró el paso, corriendo a través de praderas, saltando rocas y cruzando el viento helado que comenzaba a levantarse desde el norte.
La montaña del norte se alzaba imponente a la distancia, una sombra gigantesca que parecía observarlo todo desde su trono de hielo. Llegar hasta su cima no sería fácil: n