Armyn sintió un frío que le atravesó hasta los huesos; no era solo el viento mañanero del palacio, era un terror profundo que le estrujaba el pecho.
Todo en su cuerpo se tensó como cuerda de arco.
Su loba interior se agitó con igual fuerza, olfateó el aire y de inmediato percibió una mezcla de olores conocidos y amenaza: el perfume seco de la sangre reciente, el sudor de la batalla, y, por debajo de todo, ese rastro inconfundible que la hizo estremecerse.
—¿Riven? —musitó, en parte pidiendo confirmación, en parte esperando que no fuera cierto.
Riven giró y la vio.
Sus ojos eran dos carbones encendidos, esa mirada que siempre la había hecho sentir pequeña y a la vez protegida.
Su figura recortada contra la luz del amanecer le devolvió la tranquilidad por una fracción de segundo.
—Sí —respondió él con voz grave, y en ese sonido había promesa y amenaza a la vez—. Soy yo. Tranquila. Estoy aquí. Nadie te hará daño.
La loba de Armyn ronroneó, un sonido gutural que quería creer en la calma, p