Alfa Riven fue llevado a su habitación con la rapidez y el silencio de quien sabe que el tiempo se ha vuelto enemigo.
Las antorchas arrojaban sombras largas por el pasillo; el aire olía a hierro y a temor.
Los guardias cerraron la puerta tras ellos, como si al encerrar el cuarto pudieran contener también la marea de pánico que se extendía por la mansión.
Afuera, en el corredor, la voz quebrada de Luna, Phoebe y los sollozos de Tena rompían la noche en pedazos.
Ambas lobas estaban destrozadas: Phoebe, con las manos temblorosas, y Tena, con la mirada encendida por lágrimas y temor.
—¡Mi hijo! —gritó Phoebe, sujetándose el pecho como si pudiera detener con el gesto el latido que huía—. ¡Mi hijo está muriendo!
Sus ojos se clavaron en Armyn con una mezcla de acusación y dolor que dolía más que cualquier cuchillo.
—¡Fuiste tú! —escupió Phoebe, la rabia, brotándole como un veneno antiguo—. Siempre traes la muerte desde que llegaste a nuestras vidas.
Las palabras calaron hondo en Armyn, pero n