Armyn avanzaba al frente de su ejército con los colmillos apretados y la sangre hirviendo. No sentía el cansancio, no sentía el peso del liderazgo ni el miedo que debía acompañar a una reina alfa cuando marchaba hacia lo desconocido. Solo sentía rabia. Una rabia cruda, salvaje, que le ardía en el pecho como fuego vivo.
Su único pensamiento era su hijo.
Su ejército se movía como una marea oscura tras ella, lobos de guerra con los músculos tensos, los ojos encendidos y las garras listas para desgarrar. La manada iba feroz, sincronizada con el estado mental de su reina. Cada paso levantaba tierra, cada respiración era un juramento silencioso de sangre.
Armyn estaba perdiendo el control.
No de su poder, sino de sí misma.
Si alguien se interponía entre ella y su cachorro, no quedaría nada de esa criatura. Ni nombre. Ni cuerpo. Ni recuerdo.
Fue entonces cuando se detuvo de golpe.
Su loba interior, Astrea, hundió las patas con fuerza en la tierra húmeda. El mundo pareció estremecerse. Armyn c