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Odiaba esperar. Normalmente, siempre había tenido paciencia. Mi maestro —ese que nos enseñó a Ángel y a mí— nos había enseñado, de buena o mala forma, a tener muchísima paciencia. Ángel había sido más bendecido con aquel don místico, pero yo, aunque había sabido mantenerla durante toda mi vida, comenzaba a rebasar mi límite mientras estaba ahí sentado, esperando en mi habitación, observando el increíble jardín que se extendía por kilómetros a través de la ventana.
Lo que antes había sido la tormenta eterna, ahora era un valle precioso, con el cielo azul, cálido y tranquilo. Alicia había cumplido su promesa, y yo también había cumplido la mía. Pero me llenaba de impaciencia y dolor el no tener forma de avisarle, el no poder mirarla a los ojos y decirle: Aquí estoy, cumpliendo mi promesa.
En vez de eso, estaba ahí sentado en la habitación, esperando y esperando. Entendía que había muchas cosas que se debían hacer antes de que los ejércitos marcharan al norte, pero por mí hubiese salido