138.
No pude explicar con palabras lo que estaba viendo. Había una enorme montaña frente a nosotros, tan alta que, cuando miré hacia el cielo, su cúpula se perdía por entre la tormenta eterna. Era oscura, como si cada piedra de la que estaba hecha fuese carbón del más puro, tan oscura que ni siquiera la cegante luz blanca de la tormenta eterna la iluminaba un poco. Tenía la forma de una pirámide irregular y, en el centro, una entrada cavernosa en forma de punta de flecha, como si un gato gigante hubiese utilizado su garra para rasguñar la montaña y crear aquella grieta. Pero se veía de un rojo intenso, puro.
—Es el hechizo que hizo Johanna —me comentó el transformista—. Ese color rojo es un velo tan delicado y tan delgado como un pequeño toldillo, pero supremamente poderoso. Ninguna especie del submundo puede atravesarlo, excepto los zombis de Mordor. Para eso estamos aquí. De vez en cuando escapa alguno por esta, que es la entrada principal. Y para eso estamos nosotros —señaló alrededor,